El nuevo western y la autoflagelación
(this post is also in English)
Hacia un análisis de la reinvención del protagonista de frontera
The Last of Us Part II termina con una secuencia que coquetea con el horror y, como otras secuencias en el juego, es abiertamente morbosa. Ellie, la protagonista que vimos crecer desde los trece años en The Last of Us (que, dicho sea de paso, podría argumentar que es otro personaje, con pocos puntos de conexión con su contraparte adulta) encuentra a Abby, su enemiga, y la obliga a pelear a muerte bajo amenaza de degollar a su ser más querido. La pelea entre Ellie y Abby es una sucesión de golpes duros, cuchillazos, y cualquier otra variante de agresiones entre las dos mujeres, que tiñe el agua en la que pelean con sangre. En un momento particularmente bestial, Abby muerde la mano de Ellie, arrancándole un par de falanges de dos dedos. La pelea no termina con la muerte de ninguna de las dos protagonistas del juego, porque en un ataque de lucidez (al que llevó cientos de muertes crueles y sangrientas llegar) Ellie decide perdonarle la vida a Abby en honor a su padre adoptivo, Joel.
Habiendo sobrevivido a su búsqueda insaciable de venganza, Ellie vuelve a su hogar para encontrarlo casi enteramente vacío, con excepción de sus artículos personales apilados contra una pared de un cuarto. Entre ellos, está su guitarra.
Para cuando llegamos a esta escena final, vimos varias veces a Ellie cantar y tocar la guitarra, canalizando las últimas gotas de humanidad que aún tiene. Ahora, habiendo perdido parcialmente dos dedos, ya no puede hacerlo. El resultado del periplo de nuestro personaje no es la muerte, sino algo que parece peor: la pérdida absoluta de eso que le recordaba a la humanidad.
The Last Of Us Part II, así como su primera parte, transcurren en un mundo donde no existe la creación cultural ni artística. Los ítems que se encuentran en el camino, sean cómics, películas o libros, son todos previos al 2013, año del apocalipsis que sufrió el mundo del juego. Las consolas de videojuegos son PS3 o Vita. Las canciones son siempre también de 2013 o anteriores. En este sentido, reproducir esas canciones con la guitarra es indefectiblemente un signo de lucha por intentar pertenecer a una humanidad que ya no existe. Para el final de The Last of Us Part II, Ellie ya no puede ni siquiera aferrarse a eso.
La pregunta que Ellie no se hace con suficiente frecuencia, si es que se la hace en absoluto, es por qué su camino la lleva en esa dirección. Porque, algo que es evidente para todos nosotros, y para todos los que criticaron con total validez el argumento del juego, todo lo que le pasa a Ellie es su responsabilidad.
Por un lado, su motivación—la venganza por la muerte de lo más parecido que tuvo a un padre—es completamente justificable. Sin mediar razones o explicaciones, en el universo del juego está claro que si alguien asesina a Joel, Ellie tiene que buscar a quien lo haya hecho y, como ella diría, hacerlo pagar. Pero eso, que podría construir una trama perfectamente completa, no es sin embargo suficiente para convertir a Ellie en una máquina de crueldad. No, el motor dentro de Ellie es otro, mucho más básico y visceral: la culpa.
Como cantaba ella misma durante aquel tráiler que vio la luz en 2016:
No, I can’t walk on the path of the right because I’m wrong.
Ellie sufre constantemente la culpa que siente por al menos dos razones: en lo personal, por no haber podido evitar la muerte de Joel y, peor aún, por no haber logrado reconciliar completamente su relación antes de que esta termine; en lo general, pero igualmente íntimo, por no haber salvado la humanidad teniendo la posibilidad de hacerlo. Con esta sensación de culpa y arrepentimiento permanente, sucumbe a un recorrido de destrucción que no hace más que empeorarla. A sus dos gigantes razones se suman a lo largo del juego muchísimas más, contabilizadas como cientos y cientos de asesinatos.
Dos años antes del lanzamiento de The Last of Us Part II se estrenó la secuela de otro juego paradigmático de una generación previa, Red Dead Redemption 2. Como Ellie, esta vez Arthur Morgan se constituye como nuestro héroe torturado: con un pasado que en su mayor parte desconocemos, Arthur evoca permamente una sensación de culpa y malestar respecto a las cosas que ha hecho.
En más de un diálogo reconoce haber sido un “mal hombre”, y en uno explica con precisión algunas de las cosas que hizo:
I’ve been killing… a lot, I mean, innocent folk. I don’t know why.
También como Ellie, Arthur recorre un mundo más allá de la frontera y más allá de la cultura, y la hostilidad y falta de humanidad de su entorno reflejan con claridad el desierto ético y moral del personaje.
Este recurso, plasmado en la idea misma de la historia de frontera (en The Last of Us Part II, la frontera es todo lo que está más allá de Jackson, Wyoming, y en Red Dead Redemption 2 la frontera se escapa cada vez más al oeste de los personajes), no es más que una confirmación de que estamos ante dos obras que retoman, a su modo, el western como género.
En acaso el western más paradigmático del género, The Searchers (1958), uno de los protagonistas es retratado también como un producto de su entorno. Ethan Edwards, encarnado en el infinito John Wayne, pertenece más al desierto que a la civilización. El plano más emblemático de la película, y uno de los planos más expresivos de la historia del cine, lo muestra del otro lado del umbral de la casa de Laurie Jorgensen.
Aún después de la aventura que lo llevó durante años a vagar en busca de Debbie, Ethan no puede ni siquiera entrar a la casa, a la que al inicio del film sí ingresó, aunque muy brevemente.
Ethan es parte del afuera. Como buen hijo del desierto, en su lucha interna entre civilización y barbarie no hay un claro ganador. Su odio contra los comanches, si bien nacido de sus experiencias personales, es extremo e irracional. Llega a dispararle en los ojos a un comanche muerto para evitar que, según las creencias de su pueblo, su alma encuentre el camino al cielo. Este personaje es héroe y villano a la vez, parte del mundo occidental pero a la vez un horror para el mismo: busca a la heroína, pero no para salvarla, sino para asesinarla por haberse unido al enemigo.
Así, podemos conformar una tríada—por supuesto arbitraria—de anihéroes de frontera. Tanto Ethan como Ellie como Arthur están a medio camino entre la sociedad y lo salvaje, la seguridad y la violencia extrema. Pero hay una diferencia fundamental, que me atrevo a describir como la reescritura esencial del personaje del género: Ethan no siente culpa. Sí puede arrepentirse, y sí puede cambiar (en última instancia, no asesina a Debbie, sino que la devuelve a casa), pero no es permanentemente torturado por su propio accionar, y por cierto no lo profundiza en su intención de resolverlo.
Ethan sabe que no puede volver a la sociedad (como lo saben, eventualmente, Ellie y Arthur), pero está en paz con ese hecho. Arthur no puede dejar de pensar en el mal que ha hecho, y su intento de resarcirlo es tan inútil como poco inteligente. Ellie, por su lado, a duras penas logra procesar la culpa, y lo único que puede hacer con ella es castigarse incansablemente. Ante la realidad de que ha hecho algo éticamente cuestionable, su respuesta es la apropriación de esa identidad moralmente negativa. Es decir, ante la mera posibilidad de ser un monstruo, Ellie decide convertirse en uno.
En Ellie no hay intento de resarcimiento, y mucho menos aceptación y perdón. Siente tanto su propia culpa y su propio personaje, que no puede hacer más que mirarse en un hipotético espejo en el que es un ser horrible, y confirmarlo una y otra vez. El resultado, entonces, es el esperable: no hay reflexión ni conclusión posible para el personaje. Se libera de la responsabilidad (así como los autores se liberan de la responsabilidad de lidiar con ella) y de cualquier forma de redención. De ahí la sensación de vacío y superficialidad de The Last of Us Part II: no hay nada para decir sobre Ellie, así como ella no tiene nada para decir ni para pensar sobre ella misma. En su acumulación irracional y antidramática de atrocidades (no hay estructura narrativa, no hay crecimiento de personaje, hay solo acumulación), el relato muere tanto como ha muerto la cultura en el mundo del personaje.
Donde Ethan entiende su lugar en la sociedad y en el teatro del mundo, Ellie y Arthur no pueden dejar de pensar en ellos mismos. Así, el clásico tópico de western que postula al desierto externo como reflejo del desierto interno encuentra una nueva escritura, en la que los personajes no ven en absoluto el desierto para empezar. No puedo ser lo suficientemente arriesgado como para vislumbrar una tendencia a partir de solo dos obras (a pesar de que, posiblemente, sean las dos obras más grandes del medio de los videojuegos de los últimos años), pero sí puedo permitirme señalar lo que se destaca por su apropriación del género tanto como por su reescritura. Tal vez estemos, hoy, ante un nuevo paradigma: el del antihéroe autoreferencial.